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1 abr 2014

Divagando: De Hijos, Perros y Gatos… ¡Extiende la Mano!

Por Myrna Cleghorn

Cuando me preguntan que por qué no tengo hijos, suelo contestar que yo nací para ser tía o madrina...y que el destino me deparó, por matrimonio, la dicha de ser abuela. Si el interlocutor no queda satisfecho, elaboro un poco más. De hecho, le echo un rollo, como se dice aquí, que comienza con las circunstancias de mi niñez, un guión que lee más o menos así:
Soy la mayor de cuatro hijos de padres que se divorciaron cuando yo tenía doce años. Antes del divorcio, mi mamá era una Ama de Casa (sí, con mayúsculas, como Director General) que lo hacía todo –todo- en nuestra familia, incluyendo nimiedades como endulzarnos el café y cortar la carne en pedacitos antes de poner el plato sobre la mesa.
El verano que mis padres se divorciaron mi mamá me regaló un libro de cocina para niños que iniciaba con una lección de cómo hervir un huevo y terminaba con un menú completo que incluía arroz con habichuelas colorás (frijoles rojos, para los que no hablan boricua).
Obligada a complementar la manutención que nos pasaba mi padre, mami se consiguió un trabajo como secretaria, pasándonos a nosotros las responsabilidades del hogar.
Cada mañana de ese verano que definió tantos de los vuelcos de nuestro destino, mami nos enseñó a hacer algo nuevo antes de salir a trabajar. Fue así que aprendimos a separar la ropa, según sus colores, para lavarla, a operar las máquinas de lavar y de secar, a barrer y a mapear (trapear), a confeccionar bizcochos (pasteles) de caja y a administrar el dinero.
Consciente de lo que yo consideraba como una gran carga para ella –trabajar fuera para poner el pan sobre la mesa –le di alas al estereotipo que en aquel entonces concebía yo como la estructura de un hogar o una familia: un adulto proveedor y un adulto cuidador. Distorsionando el concepto para adaptarlo a mi realidad, le asigné a mami el papel de proveedor y a mí el de cuidadora e hice mía la responsabilidad de manejar las situaciones que surgían en la vida de mis hermanos para que mami, cuando llegara del trabajo, ya cansada, no tuviera que lidiar con más tribulaciones.
Así que ya fui mamá; ya crié lo que iba a criar –concluye mi elaborada explicación a la interrogante de por qué elegí no tener hijos propios.
Sin embargo, el hecho de que parte de las responsabilidades del hogar de mi niñez y adolescencia incluyera cuidar dos gatos y un perrito no me inspiró a privarme de tener mascotas en mi adultez.
Hace casi siete años mi esposo y yo adoptamos un perrito de raza mixta que si hablara, no se comunicaría tan bien como lo hace a través de sus miradas, gestos y actitudes, que simplemente adoramos. Y hace un año se infiltró en nuestras vidas un gatito al que su mamá abandonó apenas unas horas después de nacer.
En su corta vida, Leo, el gatito, ha sido rescatado de la muerte varias veces. Primero al nacer y ser abandonado. Luego, cuando su inclinación por comer telas –un comportamiento raro pero común en gatitos abandonados, conocido como PICA –le provocó una obstrucción intestinal que exigió una intervención quirúrgica para removerla y reveló además una inflamación del páncreas. Y ahora, apenas recuperado de la operación, le cae un tronco de una palma encima quebrándole el hueso de la cadera en tres partes.
Los gatos no son tan fáciles de “leer” como los perros. En los ojos de Smoky, nuestro perrito, me es fácil detectar amor y devoción, desilusión y hasta celos y consternación cuando le presto mucha atención a Leo.
Los ojos de Leo son un enigma. Sus pupilas se dilatan y se encogen cuando los miro de cerca. A veces parece estar mirando algo fuera de mí, más allá de mi figura; otras parece entender lo que le digo cada vez que me le acerco: Leo, te amo y estas sanando.
No obstante, nuestro gatito extiende una de sus patitas delanteras para tocarnos cuando nos acercamos a su jaula –el aposento temporal al que está confinado durante el tiempo que dure su convalecencia –y con ese gesto nos toca el corazón.
Es un gesto universal infalible. Cuando extiendes la mano, tocas un corazón.
Extiende tu mano a un hermano, un amigo, un extraño, un perro o un gato…el corazón que toques puede ser el tuyo.

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