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26 may 2014

Divagando: El Laberinto

El estacionamiento multipisos del hospital ya estaba abarrotado. Al volante del enorme coche modelo Yukón de mi padre, que apenas liberaba el techo en aquella oscuridad cavernosa, me sentí sola e impotente. El viaje a casa de mis padres en Puerto Rico, cuyo propósito había sido asistir a mami durante su recuperación de una cirugía de reemplazo de rodilla, se había complicado y extendido en el momento que tuve que llevar a mi papá de emergencia al hospital, en la madrugada de un sábado de octubre.
No recuerdo cuantos días llevaba en el hospital; cuatro, quizás cinco. Solo recuerdo que dando vuelta, tras vuelta, tras vuelta, cuesta arriba, en aquel laberinto interminable estaba a punto de perder la calma. Esa mañana me había demorado en salir para el hospital y la idea de que mi padre estuviera solo tantas horas me desesperaba tanto como la idea de haber dejado a mami en casa sin nadie que la acompañara. Dios no te da nada que no puedas manejar, susurraba entre dientes, adentrándome aún más en aquel laberinto.
Para muchos la palabra laberinto denota un lugar con caminos solitarios e impredecibles; comienzos engañosos y callejones sin salidas. Un lugar en el que uno puede perderse, confundirse y hasta sentirse desconectado de la Fuente Divina. Sin embargo, un laberinto es todo lo contrario.
Los laberintos han existido por siglos y tienen un significado espiritual. El más conocido, y por ello duplicado en varias partes del mundo, es el de la Catedral de Nuestra Señora de Chartres en Francia, al sureste de Paris, que data de la época medieval. La foto que acompaña esta columna es de una réplica que se encuentra en los terrenos de un Centro de Retiros en la ciudad de Belton, Texas, en los Estados Unidos, donde estuve de visita hace unas semanas.
Yo me esperaba una estructura de paredes altas, cubiertas de enredaderas. En su lugar encontré un camino trazado en ladrillos que apenas sobresalen del suelo. Algo tortuoso y poco claro de primera intención pero nada intimidante.
Según la leyenda que encontré antes de adentrarme en él, el concepto envuelve hacerle una pregunta al Universo antes de entrar –algo que te preocupe o te inquiete; quizás orientación en cuanto a una situación –y luego entrar y recorrer el camino a tu propio ritmo.
El camino te lleva hasta el centro del laberinto, donde tienes la opción de sentarte a descansar o meditar. La salida es la misma que la entrada, aunque el camino de regreso no es exactamente el mismo. Si al salir no tienes una respuesta clara, la misma se revelará en algún momento, a través de señales, en sueños, en una canción o hasta en la experiencia de otra persona. Es cuestión de estar alerta.
La experiencia en el laberinto me recordó aquel día en el estacionamiento del hospital cuando algo frustrada y a punto de lágrimas, llegué al último piso, el que queda a la intemperie, iluminado por el sol del mediodía en todo su magnífico esplendor –la proverbial luz al final del túnel.
Me estacioné, agarré mi cartera, el suéter y las dos pashminas, una de mami y una mía -¿Por qué son tan fríos los hospitales? –y me dirigí hacia la habitación de mi papá con paso rápido y pesado. Lo encontré sentado a la orilla de la cama, mirando a través de la ventana de su habitación semi-privada, con esa sonrisa de niño socarrón que ponía a veces cuando tenía una buena noticia o un chisme jugoso que compartir. “Qué bueno que llegaste,” me dijo. “Se acaba de ir el doctor. Hoy me dan de alta.”
Nos ha de haber tomado un par de horas más completar el proceso de darlo de alta –llenar y firmar formas, recibir instrucciones de cuido, recoger y despachar las recetas para las medicinas que se tenía que seguir tomando y esperar por la enfermera que lo llevaría en silla de ruedas –bajo solemne protesta de mi adorado padre –hasta la salida del hospital, donde yo le estaría esperando con el coche.
El camino a casa fue corto y ameno. Esa noche dormí tranquila. Tenerlos a ambos en un mismo lugar calmó un poco mi ansiedad. Nunca olvidaré la mañana que me despertaron con sus carcajadas porque cada uno por su lado de la cama había tenido un “accidente” camino al baño. El laberinto de nuestros días nos sorprendía a cada momento con giros y experiencias inesperadas.
La vida es un laberinto. El sendero entre la vida y la muerte tiene tantas curvas anchas y claras como tiene angostas y oscuras. Y aunque a veces nuestras dudas y ansiedades lo conviertan en un túnel, siempre existe la promesa de encontrar la luz al final del mismo.

Por: Myrna Raquel Cleghorn
myrna444@gmail.com


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